Hace mucho tiempo y en una escuela muy lejana, la maestra de tercer grado me descubrió un problema enorme. Yo sufría de memoria fotográfica. Parece increíble pero era verdad. Mi memoria era fotográfica, y a la vez, un problema enorme. No hay nada virtuoso en la memoria fotográfica. No es un don. Primero: no se puede usar a voluntad. O sea, no es como una cámara fotográfica a la que podemos usar cuando se nos antoja. Al contrario. "Saca" fotografías cuando a la "memoria" se le ocurre, y lo hace de forma despiadada bajo circunstancias traumáticas. Segundo: la contemplación de las fotografías tampoco es a voluntad. La memoria nos abre el álbum fotográfico cuando ella quiere, y es muy difícil precisar cuando lo hará.
Sucedió que yo iba a segundo grado, y al destino se le ocurrió que yo fuese el único testigo de un accidente fatal. Un colectivo arrolló a un niño. El niño aparentaba mi edad. Seis o siete años. Mi memoria fotográfica hizo lo suyo. Click, click, click, click. Una secuencia de fotos. Escalofriantes, estremecedoras, terroríficas. No pude comer por quince días. Sin embargo, mi memoria fotográfica no actuaba en la circunstancia de abrir el álbum. Recién lo hizo al año siguiente mientras estaba en el pizarrón tratando de resolver un problema de regla de tres simple. El álbum se abrió y la secuencia del fatal accidente se presentó desplazando la realidad que me envolvía. Si. Ya no estaba en la escuela. Estaba en la calle contemplando el accidente. Me descompuse, vomite. Hubo un gran revuelo en el grado.
Durante ese año, el álbum se abrió unas cuantas veces mas. Ya en la escuela, ya en mi hogar, ya jugando con mis amigos. La maestra había escuchado de boca de otra, un caso similar al mio y les aconsejó a mis padres que buscaran a un especialista. Así anduve entre psicólogos, siquiatras y neurólogos. El diagnostico fue unánime y determinante: memoria fotográfica. O sea, un enorme problema. "Recordará con absoluta nitidez todo hecho, situación, circunstancia traumática. Su campo visual de la realidad será desplazado por el recuerdo y estará viviendo nuevamente ese momento. Por lo pronto no hay cura". Así de complicado se me presentaba el futuro. No había cura y estaba condenado a contemplar por siempre la espantosa muerte de un niño. Y solo Dios sabría cuantas cosas mas en el transcurso de la vida.
Sin embargo, el alivio llegó al año siguiente y gracias a otro problema. Miopía. Si. Miopía. Y de la buena. O sea; muuuy avanzada y con poco margen de tratamiento. Una bendición. A partir de ahí, la memoria fotográfica se volvió una pésima fotógrafa. Una excentrica. Todas sus obras están fuera de foco. Hoy por hoy me puedo dar el lujo de recorrer los mas abyectos y ominosos infiernos que no me afectará. De hecho, a veces confundo ciertos infiernos por algunos paraísos. Bendita miopía.
¿Aquí se acaba la cuestión de la memoria fotográfica?. No lo se, pero quería llegar a este punto. El único recuerdo nítido que me queda en ese álbum de fotos desenfocadas es la muerte del niño. Niño que ha ido creciendo junto conmigo. Niño que ya es un adulto constantemente ensangrentado y que lo único que espera, es mi muerte.
Sucedió que yo iba a segundo grado, y al destino se le ocurrió que yo fuese el único testigo de un accidente fatal. Un colectivo arrolló a un niño. El niño aparentaba mi edad. Seis o siete años. Mi memoria fotográfica hizo lo suyo. Click, click, click, click. Una secuencia de fotos. Escalofriantes, estremecedoras, terroríficas. No pude comer por quince días. Sin embargo, mi memoria fotográfica no actuaba en la circunstancia de abrir el álbum. Recién lo hizo al año siguiente mientras estaba en el pizarrón tratando de resolver un problema de regla de tres simple. El álbum se abrió y la secuencia del fatal accidente se presentó desplazando la realidad que me envolvía. Si. Ya no estaba en la escuela. Estaba en la calle contemplando el accidente. Me descompuse, vomite. Hubo un gran revuelo en el grado.
Durante ese año, el álbum se abrió unas cuantas veces mas. Ya en la escuela, ya en mi hogar, ya jugando con mis amigos. La maestra había escuchado de boca de otra, un caso similar al mio y les aconsejó a mis padres que buscaran a un especialista. Así anduve entre psicólogos, siquiatras y neurólogos. El diagnostico fue unánime y determinante: memoria fotográfica. O sea, un enorme problema. "Recordará con absoluta nitidez todo hecho, situación, circunstancia traumática. Su campo visual de la realidad será desplazado por el recuerdo y estará viviendo nuevamente ese momento. Por lo pronto no hay cura". Así de complicado se me presentaba el futuro. No había cura y estaba condenado a contemplar por siempre la espantosa muerte de un niño. Y solo Dios sabría cuantas cosas mas en el transcurso de la vida.
Sin embargo, el alivio llegó al año siguiente y gracias a otro problema. Miopía. Si. Miopía. Y de la buena. O sea; muuuy avanzada y con poco margen de tratamiento. Una bendición. A partir de ahí, la memoria fotográfica se volvió una pésima fotógrafa. Una excentrica. Todas sus obras están fuera de foco. Hoy por hoy me puedo dar el lujo de recorrer los mas abyectos y ominosos infiernos que no me afectará. De hecho, a veces confundo ciertos infiernos por algunos paraísos. Bendita miopía.
¿Aquí se acaba la cuestión de la memoria fotográfica?. No lo se, pero quería llegar a este punto. El único recuerdo nítido que me queda en ese álbum de fotos desenfocadas es la muerte del niño. Niño que ha ido creciendo junto conmigo. Niño que ya es un adulto constantemente ensangrentado y que lo único que espera, es mi muerte.